Viernes, 23 de mayo de 2025
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Caminar con sentido
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Caminar con sentido

Actualizado 21/05/2025 07:55

“La espiritualidad no puede ser enseñada, tan solo puede ser descubierta.”

J. MATE

“Vivir sin jugo es dejarse vivir. Vivir sin sed es como secarse”

J. C. BERMEJO

Caminar con sentido es, en el fondo, vivir con conciencia. En un mundo que empuja a la prisa, a la dispersión y al consumo, detenerse a pensar hacia dónde vamos y por qué es un acto profundamente humano y espiritual. Caminar con sentido es vivir desde la verdad, no desde la perfección, sino desde la autenticidad. Es tener el coraje de preguntarse: ¿qué me mueve?, ¿qué me detiene?, ¿qué me inspira?, ¿qué me transforma? Es dejarse interpelar por la vida, por el dolor de los otros, por la belleza de lo simple, por esa voz de Dios que, como un susurro, nos llama desde lo más hondo.

Hoy, en medio del ruido constante, de la saturación tecnológica y de la fragmentación interior, la espiritualidad ya no es un lujo reservado a unos pocos. Es una necesidad vital. No se trata de una búsqueda marginal ni de un discurso exclusivo de lo religioso, sino de una forma de habitar el mundo con hondura. Es una práctica que nos permite sostenernos en medio de la complejidad. En el centro de esta espiritualidad está el deseo de vivir con sentido, de habitar el presente con plenitud, de reencontrarnos con lo esencial.

No se trata de seguir modelos fijos ni recetas universales. La espiritualidad es una búsqueda personal, una construcción lenta, paciente, que implica desaprender automatismos, cuestionar inercias, aprender a detenerse y sentir. Es un camino hacia dentro, hacia lo auténtico, donde no importa alcanzar la perfección, sino vivir con verdad. Una espiritualidad viva es una espiritualidad encarnada: no teme mancharse las manos, ni equivocarse, ni empezar de nuevo. No huye del dolor, lo abraza.

Esta espiritualidad no está reñida con el compromiso. Al contrario: nace del silencio, pero desemboca en el cuidado, en la compasión activa, en la ternura. Se expresa en gestos cotidianos —una mirada que acoge, una palabra que no juzga, una presencia que sostiene— y también en decisiones que transforman la manera de estar en el mundo. No hay espiritualidad auténtica sin ética del cuidado, sin una sensibilidad concreta hacia los otros, hacia la tierra, hacia la vida en todas sus formas.

En un tiempo que valora lo inmediato más que lo profundo, y la apariencia más que la presencia, la espiritualidad es también una forma de resistencia. Resistencia al ruido, al rendimiento, a la superficialidad. Nos recordaba Leonardo Boff, “Frente al ruido, la espiritualidad es escucha. Frente al miedo, es confianza. Frente a la indiferencia, es compasión activa. Frente al absurdo, es búsqueda de sentido”.

No se trata de añadir tareas a la agenda, sino de aprender a vivir de otro modo. A veces basta con detenerse. Respirar. Estar. Volver al cuerpo, al presente, a la gratitud por lo que hay. Víctor Manuel Fernández nos comenta que “las experiencias más profundas comienzan con el deseo. Nace el deseo y se abre la puerta”. No es el esfuerzo, sino el deseo el que impulsa el camino espiritual. No se impone desde fuera; brota desde dentro, como una sed antigua que no se sacia con cosas, sino con presencia.

La espiritualidad que hoy necesitamos no es una teoría, sino una experiencia. No se predica, se vive. No se impone, se contagia. No necesita palabras solemnes, sino coherencia, silencio y humildad. Basta con estar, con todo lo que uno es, incluso cuando no hay claridad ni fuerza. Incluso cuando solo queda el cuerpo. Como escribe Pablo d’Ors: “Estar sentado, sin hacer nada, no es fácil. Pero es lo más fecundo. Porque cuando uno se sienta, simplemente se sienta. Y cuando uno está presente, entonces todo empieza a revelarse”. Ese acto simple puede ser una oración más profunda que cualquier discurso.

Esta espiritualidad es profundamente inclusiva. No pertenece a una élite, ni exige credos ni uniformes. Puede habitar en cualquiera que viva con atención, gratitud y apertura a lo invisible. Puede aparecer en el arte, en el cuidado, en una conversación honesta o en un paseo por el bosque. Es plural, cotidiana, abierta. Y por eso mismo, profundamente humana.

Frente a una cultura que mide el éxito por la visibilidad, la espiritualidad nos recuerda el valor de lo invisible, de lo gratuito, de lo que no se ve. Frente al tener, propone el ser. Frente al control, la confianza. Frente a la productividad, la gratuidad. Como escribe José Carlos Bermejo, la espiritualidad se conjuga en ciertos verbos del alma: “escuchar, cuidar, callar, saborear, acoger, mirar, esperar, perdonar, preguntar, trascender”. Cuando estos gestos se viven desde dentro, transforman.

La espiritualidad tampoco puede estar desligada de los desafíos del mundo. No es neutra ni indiferente. No puede callar frente a la injusticia, la exclusión o la destrucción del planeta. Una espiritualidad que no se deja afectar por el sufrimiento del otro corre el riesgo de volverse estéril. En cambio, una espiritualidad viva es también ética, política, ecológica. No se limita a consolar: impulsa a actuar, a transformar.

Es también una espiritualidad que integra el cuerpo. Ya no se trata de separarlo de lo espiritual, sino de reconciliarlos. El cuerpo no es obstáculo, es aliado. También ora, también intuye, también desea. Por eso, incorporar la dimensión corporal —la respiración, el movimiento, la quietud, la alimentación, el descanso— es parte esencial del camino. Una espiritualidad sin cuerpo es una espiritualidad mutilada.

En el fondo, no se trata de una doctrina, sino de un modo de vivir. Una forma de mirar, de tocar, de escuchar, de caminar. Una manera de estar en el mundo con hondura, con ternura, con integridad. No se busca perfección, sino autenticidad. No certezas, sino sentido. No superioridad, sino humanidad compartida.

Por eso, más que discursos, necesitamos testigos. Personas que vivan con el corazón despierto, que encarnen esta forma de estar, que irradien con su presencia una manera distinta de mirar la vida: “Hoy no sirven ya las palabras, sino las vidas que intentan ser coherentes con sus valores” afirma Emma Martínez Ocaña.

En definitiva, la espiritualidad no es un privilegio ni una evasión. Es una respuesta al vacío, una forma de resistir al sinsentido, una práctica de conexión profunda con la vida. No necesita templos, ni dogmas, ni etiquetas. Florece allí donde hay cuidado, silencio, deseo y presencia. Y nos recuerda que vivir es mucho más que sobrevivir: es un arte que se cultiva paso a paso, respiración a respiración, gesto a gesto. Es, simplemente, caminar con sentido. Y tal vez, nada sea más urgente que eso.

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